Las elecciones de Babel o Borges en la España del siglo XXI
Os presento, usando al maestro Borges, un entretenido juego de intercambio de palabras para aliviar -si es posible- el desasosiego que puede producir la repetición de elecciones. Espero que paséis un buen rato.
Las elecciones de Babel
El universo (que otros llaman El Congreso de los Diputados) se compone de
un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos
pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde
cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.
La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos
anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los
pisos, excede apenas la de un parlamento normal. Una de las caras libres da a
un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a
todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno
permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa
la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay
un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de
ese espejo que el Congreso no es infinito (si lo fuera realmente ¿a qué esa
duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran
y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el
nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten
es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres del Congreso, he viajado en mi juventud; he peregrinado
en busca de un diputado, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos
casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas
del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por
la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente
y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es infinita.
Yo afirmo que el Congreso es interminable. Los idealistas arguyen que las salas
hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra
intuición del espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal.
(Los místicos pretenden que el éxtasis les revela una cámara circular con un
gran diputado circular de lomo continuo, que da toda la vuelta de las paredes; pero
su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese diputado cíclico es
Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: El Congreso de los
Diputados es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya
circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles;
cada anaquel encierra treinta y dos diputados de formato uniforme; cada diputado
es de cuatrocientas diez ideologías; cada ideología, de cuarenta renglones;
cada renglón, de unos ochenta pensamientos de color negro. También hay pensamientos
en el dorso de cada diputado; esos pensamientos no indican o prefiguran lo que
dirán las ideologías. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció misteriosa.
Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas
proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar
algunos axiomas.
El primero: El Congreso de los Diputados existe ab aeterno. De esa verdad
cuyo colorario inmediato es la eternidad futura del mundo, ninguna mente
razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto presidente, puede ser obra del
azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de
anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de
letrinas para el presidente sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para
percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar estos
rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la espalda de un diputado,
con los pensamientos orgánicos del interior: puntuales, delicados, negrísimos,
inimitablemente simétricos.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa
comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general del
Congreso de los Diputados y resolver satisfactoriamente el problema que ninguna
conjetura había descifrado: la naturaleza informe y caótica de casi todos los diputados.
Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince noventa y cuatro,
constaba de los pensamientos MCV perversamente repetidos desde el renglón
primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero
laberinto de pensamientos, pero la ideología penúltima dice «Oh tiempo tus
pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas
de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de
una región cerril cuyos presidentes repudian la supersticiosa y vana costumbre
de buscar sentido en los diputados y la equiparan a la de buscarlo en los
sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten que los inventores de la
escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que esa
aplicación es casual y que los diputados nada significan en sí. Ese dictamen,
ya veremos no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos diputados impenetrables
correspondían a lenguas pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más
antiguos, los primeros presidentes, usaban un lenguaje asaz diferente del que
hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la lengua es dialectal y
que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es
verdad, pero cuatrocientas diez ideologías de inalterables MCV no pueden
corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos
insinuaron que cada pensamiento podía influir en el subsiguiente y que el valor
de MCV en la tercera línea de la ideología 71 no era el que puede tener la
misma serie en otra posición de otra ideología, pero esa vaga tesis no
prosperó. Otros pensaron en criptografías; universalmente esa conjetura ha sido
aceptada, aunque no en el sentido en que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un diputado
tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas.
Mostró su hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban
redactadas en portugués; otros le dijeron que en yiddish. Antes de un siglo
pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-lituano del guaraní, con
inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de
análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición
ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un presidente de genio descubriera la
ley fundamental del Congreso. Este pensador observó que todos los diputados,
por diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la
coma, los veintidós pensamientos del alfabeto. También alegó un hecho que todos
los viajeros han confirmado: No hay en el vasto Congreso, dos diputados
idénticos. De esas premisas incontrovertibles dedujo que el Congreso es total y
que sus anaqueles registran todas las posibles combinaciones de los
veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o
sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia
minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel
del Congreso, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia
de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el
evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario
del comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión
de cada diputado a todas las lenguas, las interpolaciones de cada diputado en
todos los diputados, el tratado que Beda pudo escribir (y no escribió) sobre la
mitología de los sajones, los diputados perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que el Congreso abarcaba todos los diputados, la
primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron
señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o mundial
cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba
justificado, el universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la
esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las Vindicaciones: diputados de
apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de cada hombre
del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba,
urgidos por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos
disputaban en los corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se
estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban a los diputados engañosos al
fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas.
Otros se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se
refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los
buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya,
o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la
humanidad: el origen del Congreso y del tiempo. Es verosímil que esos graves
misterios puedan explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los
filósofos, el multiforme Congreso habrá producido el idioma inaudito que se
requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos
que los hombres fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales,
inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre
rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de
galerías y de escaleras con el presidente; alguna vez, toman al diputado más
cercano y lo hojean, en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera
descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión
excesiva. La certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba diputados
preciosos y de que esos diputados preciosos eran inaccesibles, pareció casi
intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los
hombres barajaran pensamientos y símbolos, hasta construir, mediante un
improbable don del azar, esos diputados canónicos. Las autoridades se vieron
obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez
he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos
discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino
desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar los diputados
inútiles. Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas,
hojeaban con fastidio un diputado y condenaban anaqueles enteros: a su furor
higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de diputados.
Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí
destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: el Congreso es tan enorme que toda
reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada diputado es único,
irreemplazable, pero (como el Congreso es total) hay siempre varios centenares
de miles de diputados imperfectos: de diputados que no difieren sino por un pensamiento
o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las
consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido
exageradas por el horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de
conquistar a los diputados del Hexágono Carmesí: diputados de formato menor que
los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Diputado.
En algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un diputado
que sea la cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún presidente
lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten
aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca
de Él.
Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo
localizar el venerado hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un
método regresivo: Para localizar al diputado A, consultar previamente a un diputado
B que indique el sitio del A; para localizar al diputado B, consultar
previamente a un diputado C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas,
he prodigado y consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún
anaquel del universo haya un diputado total; ruego a los dioses ignorados que
un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado y
leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para
otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea
ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Congreso
se justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en el Congreso y que lo
razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.
Hablan (lo sé) de «el Congreso febril, cuyos azarosos volúmenes corren el
incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo
confunden como una divinidad que delira». Esas palabras que no sólo denuncian
el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente prueban su gusto
pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, el Congreso incluye todas las
estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco
símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que
el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno
peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas
proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una
justificación criptográfica o alegórica; esa justificación es verbal y, ex
hypothesi, ya figura en el Congreso. No puedo combinar unos caracteres
dhcmrlchtdj que el divino Congreso no haya previsto y que en alguna de sus
lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una
sílaba que no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos
lenguajes el nombre poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías.
Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta volúmenes de
los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su
refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en
algunos, el símbolo Congreso admite la correcta definición ubicuo y perdurable
sistema de galerías hexagonales, pero Congreso es pan o pirámide o cualquier
otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me
lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres.
La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco
distritos en que los jóvenes se prosternan ante los diputados y besan con
barbarie las ideologías, pero no saben descifrar un solo pensamiento. Las
epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente
degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los
suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero
sospecho que la especie humana –la única– está por extinguirse y que el
Congreso perdurará: iluminado, solitario, infinito, perfectamente inmóvil,
armado de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreto.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una
costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito.
Quienes lo juzgan limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y
escaleras y hexágonos pueden inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo.
Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene el número posible de diputados.
Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: El Congreso es
ilimitado y periódico. Si un eterno viajero lo atravesara en cualquier
dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se
repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi
soledad se alegra con esa elegante esperanza.
Palabras cambiadas:
ResponderEliminarExceptuando algunas, muy pocas he cambiado :
1. "Volumen", "ejemplar", "facsímil", "obras" y, sobre todo "libro" por "diputado.
2. "Páginas" por "ideologías".
3. "Letras" por "pensamientos".
4. "Biblioteca" por "presidente".
5. "Tapa" por "espalda".
6. "Biblioteca" por "Congreso de los Diputados" o simplemente "Congreso".
Hay algún cambio más, pero poca cosa.